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Volví y se hicieron millones

Luego de vivir dos años y medio fuera del país, volví a Argentina y, entre otras cosas que cambiaron, los precios de absolutamente todo se multiplicaron exponencialmente de manera descontrolada.


Hace un par de días volví a Buenos Aires. Llegué en medio de un feriado XXXL, ese que engancha la Semana Santa con el 2 de abril que conmemora el Día de Malvinas (que fueron, son y serán argentinas). Dejé las bajas temperaturas de la aún no aparecida primavera española y las cambié por el calor otoñal de la ciudad de la furia.


Desde allá, a diario me informaba d lo que pasaba por estos confines del planeta. Sabía de la plaga de mosquitos y el brote de dengue gracias a estos insectos transmisores, pero lo que no sabía era la agresividad de estos bichos. No tienen descanso y traspasan con mucha facilidad la remera.


Luego del momento emocionante del reencuentro con familia y amigos y de conseguir un lugar para vivir de manera transitoria, llegó la experiencia de llenar la heladera para mi pequeña gran familia de cuatro personas. Mi esposa, que desde noviembre se encontraba viviendo acá, ya me había adelantado de caro que resulta llenar el changuito del supermercado.


Buenos Aires fue mi casa durante largos 15 años. Vi el auge de esta ciudad y hoy la noto triste, más triste de que cuando me fui en diciembre de 2021. “Espera a que termine el finde largo, cuando la gente vuelva a los trabajos”, me dijo mi esposa a manera de explicación. Pero no se trata de la gente, se trata del lugar, está como sombrío, desesperanzado.


Pero vuelvo al tema de proveerme de cosas para alimentación. Me sentí más perdido que cuando traté de reconocer algunos negocios que estaban ubicados en calles por las que pasaba a diario y hoy no existen más. El supermercado y sus precios me son realmente ajenos. No sé qué es caro o barato. Los precios son de a miles, todo supera los cuatro dígitos. “Es fácil, dividilo entre 1000 y tenés el precio del producto por el que pagabas en España”, me dijo mi esposa cuando me vio cuando miraba con espanto el precio de productos básicos como leche o pan lactal.


Aplicando lo que ella me había dicho, le puse más ganas a la tarea de indagar el precio de las cosas. Mientras mi esposa y mis hijos llenaban el changuito de cosas, yo hacía mentalmente las cuentas para saber el precio de una cerveza de un litro. En el supermercado Al Campo, en Granada, había una oferta de dos cervezas Alhambra de un litro por 1.80; en el Cotto del Abasto, una cerveza Quilmes del mismo tamaño tiene un valor de 2150 pesos, unos 2 euros.


Ese mismo ejercicio lo hice con otros productos de primera necesidad como arroz y aceite y resulta que en España, donde en sueldo mínimo es 1200 euros, el precio es mucho más bajo que en Argentina, donde la remuneración mínima vital es de 200 euros.

Al día siguiente me encontré en un bar en Villa Crespo con un amigo argentino, uno de los que hice en Israel. Nos juntamos en el tradicional San Bernardo y mientras teníamos de fondo el partido debut de River Plate en la Copa Libertadores, comentábamos lo difícil que era calcular los precios en Argentina. “Agarré un fajo de billetes y pensé que me iba a alcanzar para una de jamón con morrón en Imperio. Diana (su esposa) tuvo que ir a casa por más dinero para pagar la cuenta”, me contaba mientras me decía que, a pesar de la situación económica de la Argentina, los bares y restaurantes estaban llenos de gente.


Desde que me fui la mayoría de los precios se multiplicaron por diez. Y esto no es una crítica, como muchos creen, es una mera descripción de la realidad. La responsabilidad de esto es de los que pasaron por el poder, porque en la región, exceptuando a Venezuela, la inflación de los países no pasó de un dígito. Y todos también tuvieron pandemia de por medio, porque muchos de los seguidores del gobierno anterior justifican el mal manejo de la economía al flagelo mundial del COVID.


La incógnita es cómo se sigue. ¿El actual gobierno podrá cambiar esta situación? ¿Los mismos de siempre seguirán poniendo palos en la rueda? Lo cierto es que la clase política es la que menos sufre, tanto oficialistas y opositores, y los que siguen pagando las consecuencias de los desaciertos son los laburantes, los ciudadanos de a pie.

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